Caserío de San Lorenzo de la Bóveda

A finales del s. XI, Párraces era uno de tantos castillos que había en la llanura segoviana. Junto a él se había erigido recientemente un monasterio bajo la advocación de Santa María de Párraces, y ambos formaban parte de las propiedades de Don Blasco Galindo y su esposa, Doña Catalina de Guzmán. Sabedores de que su final se acercaba sin haber tenido descendencia, decidieron donar a su fallecimiento todos sus bienes a la diócesis de Segovia. En el seno de la misma había un canónigo conocido por ser hombre recogido y de buenos propósitos: Se apellidaba Navarro, y deseaba retirarse lejos de la ciudad para llevar una vida más sobria. Corría el año 1148 cuando solicitó al cabildo que le cediese la iglesia de Nuestra Señora de Párraces, donde formaría una nueva congregación junto con otros compañeros de su misma iglesia. Tales eran la consideración y el respeto que se tenían por el maestro Navarro, que tanto el Obispo como el Cabildo de Segovia accedieron a su petición ese mismo año, dando lugar a la creación de la Abadía de Santa María la Real de Párraces.

Despoblados y Abandonados
Caserío de San Lorenzo de la Bóveda



ABADÍA DE SANTA MARÍA LA REAL DE PÁRRACES
 

La congregación creció de manera paulatina, tanto a nivel institucional como en lo que a capacidad económica se refiere. Ya desde sus inicios la diócesis les concedió la jurisdicción eclesiástica sobre trece aldeas, cifra que aumentó con el paso del tiempo, y algunas de ellas devinieron en ser propiedad de la abadía. También les fueron concedidos privilegios fiscales que, con el crecimiento en prestigio de la congregación, se vieron incrementados de manera progresiva. A esto hay que añadir las numerosas aldeas, casas, caseríos, fincas e iglesias que pasaron a engrosar la larga lista de propiedades de la orden, provenientes de donaciones y adquisiciones de lo más diverso, convirtiendo a la Abadía de Santa María la Real de Párraces en uno de los señoríos de abadengo más poderosos de Castilla.

La abadía vio descender su prestigio de forma exponencial con el transcurrir de los años. La abundancia de dinero en las arcas de la orden tuvo como consecuencia el relajo en las costumbres de los religiosos, que comenzaron a ignorar los tres votos de obligado cumplimiento que tienen las órdenes monásticas: castidad, obediencia y pobreza. Era tal la capacidad económica de la abadía, que en 1454 acordaron dividir los bienes entre sus miembros. Una parte importante del capital fue para el Abad, que apenas acudía a la abadía y prefería frecuentar la compañía de gente poderosa, dejando a un lado el liderazgo que se le supone sobre los Canónigos y los Racioneros. Para estos fue otra parte del dinero, que empleaban (entre otras cosas) en pagar a cantores para que oficiaran la misa en lugar de hacerlo ellos mismos. La codicia invadió el espíritu de los miembros de la abadía, que dejaron completamente de lado sus labores oficiales para dedicarse a la buena vida y a vivir de las rentas. Esto llegó a oídos de Don Alonso de Fonseca, Obispo de Osma y, a la sazón, administrador perpetuo de la Abadía de Párraces, quien decidió entregársela a la orden jerónima en la primera década del 1500.

El declive de la Abadía de Párraces tuvo su punto de inflexión en 1565, cuando el Rey Felipe II solicitó al Papa Pío IV la anexión de la abadía a una iglesia de Madrid, con la finalidad de que los integrantes de la orden recuperaran de una vez el rumbo monástico y volvieran a la cultura del recogimiento. Este hecho tuvo lugar al año siguiente, momento en el que la Abadía de Santa María la Real de Párraces pasó a depender de El Escorial. No cabe duda de que esta adhesión supuso un alivio económico para la orden madrileña, que pasó a disponer tanto de la propiedad de numerosos inmuebles como de la enorme suma de dinero que había en las arcas de Párraces, que alcanzaba casi los dos mil quinientos millones de maravedíes. Este dinero iba a servir en gran medida para avanzar las obras del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, que habían sido iniciadas recientemente y donde el Rey quería que de noche y de día hubiera monjes rezando por su alma y la de los miembros de su familia.

En 1798, con la desamortización de Godoy, la Abadía de Párraces vivió el principio del fin de su historia. En este proceso se inventariaron y enajenaron todas las fincas y obras pías que poseyeran (hospitales, hospicios, etcétera), procediéndose a la subasta pública para, con los fondos obtenidos, equilibrar las deficitarias arcas del estado. La desamortización de Mendizábal (1836-37) supuso el canto del cisne de la orden segoviana, y en ella se expropiaron todos los bienes del monasterio, amén de las alhajas, objetos de valor y ropas de culto. En aquel momento, la Abadía era propietaria de más de nueve mil hectáreas de terreno.

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CASERÍO DE SAN LORENZO DE LA BÓVEDA

 

Esta finca formó parte de la extensa lista de propiedades de la Abadía de Párraces, y para cuando tuvo lugar su integración en El Escorial en 1566, el Caserío de San Lorenzo de la Bóveda era ya una de las grandes casas de campo que gestionan la labor agropecuaria de la zona, siendo gestionada por un religioso jerónimo. Disponía de pozo de nieve y fragua, aunque de esta última no queda rastro.

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Cabe en lo posible que el conjunto sea posterior a esa época o que recibiera una reforma de gran calado, porque en los dinteles de granito de las puertas de acceso se observa el emblema del Monasterio de San Lorenzo del Escorial, junto con la inscripción “AÑO D 1708”.

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Su estructura es rectangular y constituye un recinto completamente cerrado, con una plaza central en torno a la cual se orientan algunos edificios de labor, así como las viviendas de los trabajadores. Está edificada en ladrillo y granito, con paredes divisorias de adobe y techumbre de vigas y tablones de madera. En la cara norte se disponen los diferentes establos y pajares, mientras que en las caras este y oeste se ubican las viviendas de los trabajadores.

En la parte sur de la finca se ubica la casa principal. Los dinteles de la puerta de acceso están formados por columnas de granito, y en ellos se apoyaba un balcón. En la parte más alta hay una espadaña rematada con una cruz de hierro, ornamento abundante en otras partes del inmueble como son las rejas de las ventanas de la planta baja.

 

1 DE ENERO DE 2020

 

El día amaneció frío pero soleado. Aún quedaban unas cuantas horas hasta la llegada de la comida de “año nuevo”, de modo que opté por hacer una de las cosas que más me gustan: conducir por carreteras secundarias e intentar descubrir sitios olvidados.

No hay mejor improvisación que la que se prepara. Aunque conduzca sin una ruta fija marcada, siempre consulto antes el mapa satélite para intentar descubrir posibles carreteras interesantes o sitios que puedan estar abandonados. En esta ocasión había puesto los ojos en una finca que tenía toda la pinta de estar olvidada, y hacia allí intenté aproximarme. No las tenía todas conmigo, ya que la vista aérea del lugar no me daba plenas garantías de que estuviera abandonada, pero la zona era bonita y merecía la pena darse un paseo.

Según me aproximaba al edificio la decepción crecía por momentos. Casi no hacía falta acercarse, ya que desde el norte se podía ver como aquel edificio, a pesar de ser viejo y notarse el paso de los años, lucía un aspecto muy sólido. Dado que la carretera seguía una línea recta, paralela al lado largo del rectángulo que forma el complejo, decidí avanzar el camino y seguir con mi ruta. La sorpresa vino cuando pude ver con nitidez el lado más largo de la finca: El desplome de buena parte de la fachada me confirmó que estaba ante un lugar abandonado. Por desgracia había gente dentro de la finca, o eso me hacía suponer el coche que había aparcado en su interior. Pero aquello no me cuadraba, ya que la ubicación de ese coche no era precisamente la más adecuada, ya que estaba metido en un rincón y completamente rodeado de escombros. Había que echar un vistazo.

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Lado largo de la finca



¡¡Un coche abandonado!! Es maravilloso ir a sitios olvidados y encontrar objetos que nos evoquen imágenes del pasado o que nos proporcionen información sobre los propietarios que han tenido. Pero de todos los objetos y enseres que se puedan encontrar, un coche siempre es el que más pasión despierta entre los aficionados a la exploración. Huelga decir que fue lo primero a lo que hice fotos al entrar y lo último a lo que hice fotos al salir. Y lamentablemente las fotos no salieron rodo lo bien que me hubiera gustado: El sol brillaba con tanta fuerza que quemaba la imagen, haciéndose complicado realizar buenas tomas.

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No se trataba de un coche habitual en España, ya que no lo había visto en mi vida, y aunque pude llegar a suponer de qué marca era, desconocía totalmente cual era el modelo en cuestión. En casa pude confirmar mis sospechas: Se trataba de un Oldsmobile Omega de tercera generación (1980-1984), modelo pequeño dentro de la gama del fabricante estadounidense. Para quien no lo sepa, Oldsmobile fue, hasta el cese de su actividad en 2004, la cuarta marca de automóviles más antigua del mundo (fundada en 1885), por detrás de Daimler, Peugeot y Tatra.

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Oldsmobile Omega


El cuentakilómetros indicaba 12.431 millas recorridas, equivalentes a unos 20.000 km, cifra anormalmente baja para la edad del coche. No era posible corroborarlo por su aspecto externo, ya que el pobre Oldsmobile había sido parcialmente sepultado por el tejado y una de las paredes de piedra de la cochera en la que estaba metido, probablemente, desde hacía muchos años. El nivel de equipamiento era considerablemente alto para la época, disponiendo de elementos de lujo como aire acondicionado, cambio automático, cierre centralizado y elevalunas eléctricos.

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Dejé el viejo “Olds” a un lado, y atravesé la cochera para adentrarme en la finca. Todas las construcciones rodean una enorme plaza empedrada que, en su parte central, tiene una fuente de piedra. Se trataba de una fuente muy especial, porque en su pilón tenía agua en lugar de cerveza, cosa que muchos agradeceríamos en verano. Aunque esta cerveza estaba como el caserío: Olvidada y muy pasada de fecha.

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Cerveza que no has de beber, déjala correr.


La parte norte de la finca estaba compuesta por pajares y abrevaderos, abiertos en unos casos y cerrados en otros. El interior estaba prácticamente hundido en todo el perímetro, pero el muro que separa del exterior permanecía en perfectas condiciones: Eso fue lo que me llevó al engaño y me hizo suponer que el lugar estaba en uso. En la parte más noble utilizaron columnas de granito, mientras que en la zona destinada a animales y labores se empleó la madera como material predominante.

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Despoblados y abandonados

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En las caras este y oeste encontramos viviendas de empleados y cuadras respectivamente, y en ambos casos su estado de conservación es ruinoso. Dentro de las viviendas aún quedan enseres personales de sus antiguos moradores, como cuadernos de estudio, revistas o alguna prenda de ropa.

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El edificio principal se ubica al sur del conjunto, y se aprecia en su diseño un mayor cuidado en el aspecto señorial. El enlace entre los muros principales está realizado en granito, mientras que en el resto se empleó el ladrillo. Este queda visto en algunas secciones de la fachada, mientras que otras están enfoscadas en cemento blanco, siguiendo el estilo herreriano imperante en la época, aunque de un carácter claramente más sencillo.



Basta con echar un vistazo para percibir una nítida diferencia en el trato empleado a las diferentes construcciones de este lugar. Mientras que las zona de labor y menesteral están completamente abandonadas, el edificio principal ha sido conservado de manera adecuada. Todas las puertas y ventanas han sido tapiadas, el tejado ha sido reparado recientemente y se han subsanado defectos de la fachada. Los restos de la cubierta antigua están amontonados en el patio de la finca, quedando separadas las vigas de madera de los escombros restantes.

 

EPÍLOGO

 

Con esto de los lugares abandonados sucede lo mismo que con los icebergs: A veces solo vemos una pequeña parte carente de atractivo, pero basta con investigar un poco para descubrir cosas de lo más interesante.

Al ver de lejos este caserío tuve la tentación de dar media vuelta, pero algo me invitó a acercarme y comprobar si era cierto lo que creían ver mis ojos. Si me hubiera marchado sin haber prestado atención a este lugar, no habría podido ahondar en la interesante historia de la Abadía de Párraces ni habría descubierto otros tantos lugares abandonados relacionados con ella. No conviene dejarse llevar por las apariencias, dicen por ahí que a veces engañan.


REFERENCIAS

 

  • Libros
    • La fundación del Monasterio de El Escorial – Fray José de Sigüenza (1544-1606)


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